Hemos dejado atrás la Semana Santa. Nadie recuerda haber tenido una experiencia parecida. Todo el país y, me atrevería decir, todo el mundo aislado en sus casas. Las calles desiertas, sin procesiones, las iglesias cerradas. El Papa recorriendo en solitario la plaza de San Pedro y celebrando el triduo pascual en la basílica prácticamente solo. Sólo el repiqueteo de las campanas a la hora del Ángelus, en apoyo y cercanía por los que sufren y trabajan en esta crisis, rompe el silencio de los barrios y de las ciudades.
Pero en medio de este aislamiento hemos despertado a otras formas de vivir en lo humano y en lo divino. Hemos aprendido a valorar lo que hacíamos habitualmente cuando veníamos a la iglesia o cuando íbamos a casa, viviendo la fe de otra manera, con los recursos que nos han facilitado los medios de comunicación, despertando en nosotros una comunicación más viva.
Por las tardes, cuando salimos a aplaudir la labor de los que están dando el ‘callo’, nos miramos, hablamos, cantamos y nos saludamos, activando en nosotros los sentimientos y las emociones. En casa hemos habilitado un pequeño altar, una mesa, un mantel, la cruz, la luz y la Biblia, como una iglesia doméstica, pidiendo unos por otros.
Espontáneamente hemos hablado con Dios, pidiendo perdón y haciendo una comunión espiritual, y también hemos renovado nuestro amor a la familia en la convivencia diaria, descubriendo en definitiva que tenemos un tesoro en casa. Hemos resucitado a una vida nueva, diferente a la de otros tiempos.
Ojalá que esa luz que hemos encendido sea la señal de que Cristo vive. Él ha venido a quedarse con nosotros para siempre.
¡Feliz Pascua de Resurrección!
Ángel F. Mellado