Estamos a punto de entrar en el mes de noviembre, una oportunidad para meditar en que un día tenemos que atravesar el umbral de la muerte para gozar de la dicha del Señor para siempre.
La muerte es algo serio. Muchas veces, cuando nos toca de cerca, nos llena de dolor y nos infunde miedo cuando pensamos en ella. Nos plantea interrogantes y sigue siendo un misterio. También Cristo lloró por la muerte de su amigo Lázaro y tuvo miedo ante su propia muerte. Pero lo que nos distingue de los demás es que miramos la muerte con fe. La Pascua de Cristo ilumina este hecho, no resolviendo el misterio, sino dándole sentido a su vivencia; y así llena de esperanza nuestra mirada al futuro. La “evangeliza”, la impregna de la Buena Noticia de la vida, a pesar de las apariencias en contra. No sabemos cómo, pero la última palabra no la tiene la muerte. Dios nos ha creado para la vida. Lo mismo que la cruz de Cristo no fue el final, sino el paso a la nueva existencia gloriosa. Por tanto, lo que hacemos en día de los Fieles Difuntos no es ningún culto a los muertos, sino, todo lo contrario, es el culto al Dios de los vivos y por el cual todos viven. Porque, de hecho, es la vida de Dios la que llena de vida a todos aquellos y aquellas que a nuestros ojos ya habían acabado la vida entre nosotros y ahora viven la vida de Dios, a su lado. El signo de esta afirmación tan atrevida ha sido la Resurrección de Jesús. Él fue el primero que resucitó del sepulcro. Y así, nuestros sepulcros, o la tierra que acoge nuestras cenizas, los cementerios que visitamos estos días, son sólo un lugar de recogimiento, mientras que las personas siguen viviendo junto a Dios. En la Eucaristía hacemos memoria de la muerte y resurrección de Jesucristo, pero que también es el momento en el que no sólo recordamos a todos nuestros fieles difuntos, sino en el que también los hacemos “presentes” en nuestra oración.
Ángel F. Mellado