Eclesiástico 3, 2-6.12-14

Colosenses 3, 12-21

Lucas 2, 22-40

En Navidad nadie estorba. Algunos se hacen imprescindibles. Los abuelos son figuras que rejuvenecen. Una de las cosas que más llaman la atención en estos tiempos de pandemia es la figura de los abuelos. No poder ver a sus nietos, besarlos, estrecharlos… Y en cuanto los ven, abren los brazos para… Y viceversa: llama la atención ver cómo los nietos pequeños corren a echarse en los brazos de sus abuelos. Es una estampa no sólo bonita (que lo es), sino también muy significativa. Hoy la liturgia nos presenta a dos ancianos, hombre y mujer. Vamos a llamarlos abuelos (aunque no lo eran de Jesús) y aunque sabemos que propiamente el día de los abuelos es el 26 de julio (San Joaquín y santa Ana).

En la escuela de Jesús

Jesús no es una idea, es una persona, “semejante a nosotros en todo menos en el pecado”, dice la Sagrada Escritura (Hbr. 4,5). Jesús entró en el mundo como seguramente entraban muchos judíos. No todos los judíos vivían en palacios, en buenas casas y hermosas ciudades. Pero todo buen judío tenía una referencia común: la sinagoga; digamos la casa de Dios, el templo.

A Jesús le llevaron al templo

En la infancia de Jesús este hecho es uno de los más olvidados. Recordamos folclóricamente a los ángeles, los pastores, los reyes… Recordamos la posada al completo, “el portal”, el pesebre… Olvidamos que sus padres (María y José) le llevaron al templo muy pronto. El evangelio de este domingo nos recuerda este hecho importante. Quizá todavía muchos recordamos este gesto que, al menos hasta hace poco, se repetía en los hogares cristianos. Yo lo recuerdo de mi pueblo, un pueblo pequeño. La madre estaba como en cuarentena (para entendernos) hasta que llevaba a su hijo al templo, a la iglesia.

“Para presentarlo al Señor”

Un hijo/a es un tesoro. Es el primer tesoro de una pareja enamorada. El cristiano lo considera como regalo venido de la mano de Dios por el camino de sus padres. El Padre supremo sigue siendo, también para ellos, el templo. El hijo/a tiene derecho, aun sin poderlo todavía comprender, de conocer la casa de sus abuelos. Y los buenos padres, gozosos, allá los llevan. Saben que los esperan los abuelos, encantados de ofrecerles, sin decirlo, su propia casa, en la que esperan verlos con frecuencia. Incluso en ese fervor primerizo es fácil que diga el “abuelo Simeón”: “ahora ya puedo morirme”. La “abuela Ana” “alababa a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén”. Difícilmente los abuelos hablan mal de sus nietos.

“Su padre y su madre estaban admirados”

Es curioso: los abuelos tienen más piropos para sus nietos que los padres para sus hijos. Y a veces incluso “exagerados”. Recordaré siempre lo que me decía una mi hermana: “Fíjate lo que era padre para con nosotros; pues yo no puedo regañar nada a mis hijos, porque se enfada”. Así han sido los abuelos. Y supongo que así siguen siendo: “se les cae la baba”. Ana, la “abuela”, “alababa a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén”.

Para la semana: ¿No podemos recrear, a nuestra manera, esta escena en nuestro tiempo?