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Ap. 11,19a; 12, 1-6a 10ab | 1 Corintios 15, 20-27a | Lucas 1, 39-56 

Celebramos hoy la Asunción de María en cuerpo y alma a los cielos. Su importancia aparece externamente por el título de Solemnidad (categoría no frecuente en la celebración litúrgica) y porque suplanta la liturgia del Domingo, con todo lo que ello conlleva. Y por el tiempo en que tiene lugar (15 de agosto), la Asunción de María es popularmente más celebrada que la Ascensión. El verano invita, al menos en nuestro tiempo, a expresar la fiesta con cantidad de manifestaciones, más o menos religiosas según los lugares.

Ascensión y Asunción.

En la doctrina cristiana se distingue la Ascensión de la Asunción. Con frecuencia confundimos estas dos palabras. Y un cristiano no debería caer en esa confusión. Jesús ascendió al cielo; María fue elevada al cielo. Vemos que no es lo mismo. Jesús asciende, sin que nadie tenga que echarle una mano (para entendernos). María, sin embargo, es elevada, alguien tiene que echarle una mano (también para entendernos) para elevarse.

En tiempos distintos.

En el cristianismo nadie ha dudado –ni duda- de la Ascensión de Jesús. Puede, y debe, acudir siempre a los Hechos de los Apóstoles como palabra de Dios, donde leemos: “Lo vieron elevarse hasta que una nube lo arrebató de su vista” (Hchos 1, 9).

De María no se dice lo mismo. Durante siglos se ha afirmado, se ha dudado y se ha negado la Asunción en cuerpo y alma de María a los cielos. No encontramos en la Sagrada Escritura una afirmación como encontramos al hablar de Jesús resucitado. Sólo a la altura de ¡1950! (que ya es tiempo) el Papa Pío XII definió, con toda su autoridad, “que la siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial”

A lo largo de los siglos.

La piedad cristiana unida a una amplia representación de la “ciencia” cristiana mantuvo diversas opiniones acerca de esta prerrogativa de María. El pueblo –el sentido de los fieles- asumió con naturalidad la Asunción, y así la celebraba. La ciencia religiosa, en círculos no desdeñables, no pasaba de la conveniencia de la Asunción de María. Reconocía en María privilegios especiales, también llamativos. Acudían, por ejemplo, a la Inmunidad de pecado, a su maternidad divina, a su virginidad perpetua, a su participación en la obra redentora como razones suficientes para afirmar la Asunción. Ciertamente Congresos, escritos, festividades, explosiones populares, arte, dignidad del cuerpo, feminismo, etc. Todo ello abonaba la conveniencia de su presencia, en cuerpo y alma, en el cielo. Faltaba, no obstante, una palabra clara de la Sagrada Escritura.

Tu madre te espera

(“Un buen día”) el Padre dijo a su Hijo: “Te espera tu Madre”. Y no dijo más. Y la Madre, que había sufrido en la búsqueda del Hijo que se perdió en el templo, esta vez no habló. El Hijo la llevó a Su casa, al cielo.

¿Cómo imaginamos a María en el cielo?

Quizá no la imaginamos. No pasa nada. El Apóstol san Pablo habló así a los fieles de Corinto y habla así a todos con estas palabras: “ni el ojo vio, ni el oído oyó lo que Dios tiene preparado para los que le aman” (1 Cor. 2,9). Seguramente habríamos querido oír unas palabras más “concretas”. No es necesario. Vivimos de fe.

Para la semana: ayúdate, si es necesario, del arte, de la lectura y la oración para imaginarte la presencia de María en cuerpo y alma en el cielo. Pero, sobre todo, acompáñala. El Señor hizo maravillas con María.