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Sabiduría 6, 12-16 | 1 Tesalonicenses 4, 13-18 | Mateo 25, 1-13

Nos vamos acercando al final del año litúrgico (que, como sabemos, no coincide con el año civil) y con ello también las lecturas de la Misa nos acompañan en estos últimos pasos hablándonos del final de nuestros días. Y lo hace invitándonos, una vez más,  en términos de un banquete de boda. La liturgia nos invita a estar despiertos y preparados para entrar a ese banquete. El lenguaje de esa invitación es un lenguaje de “semejanza”, un lenguaje que despierta nuestra imaginación cristiana.

De nuevo invitados 

A lo largo de la liturgia eucarística (la Misa) de los domingos se habla de banquetes de boda. Es un lenguaje positivo, alegre, de una alegría que debe ayudarnos a perder el miedo. Es una invitación que pone en movimiento no pocas cosas en nuestra vida. Basta con que echemos una mirada a la actividad que suscita en nosotros cuando somos invitados a celebrar acontecimientos de todo tipo (sociales, culturales, familiares, deportivos, etc., etc.). Hacerlo, no es distraernos de la liturgia; es, más bien, prepararnos para celebrarla mejor.

Vírgenes necias y prudentes

El evangelio de la Misa, siguiendo la “semejanza”, imagina que los invitados son diez vírgenes (virgen aquí es joven, sin entrar en otra categoría). ¡No se quejará el sexo femenino!  Seguramente las diez jóvenes recibieron la invitación con alegría. La juventud es alegre por naturaleza. El evangelio las describe inicialmente como invitadas. Parece que entre las invitadas unas eran necias y otras eran prudentes. No es la invitación la que las hace necias o prudentes. Son ellas las que se ganan estos adjetivos. Unas, sensatas y despiertas, se mueven para preparar su presencia en el banquete lo mejor posible y otras (un poco locas y dormidas) se descuidan hasta de lo más elemental.

¡Llegan los novios!

La invitación no fue una tomadura de pelo, era una verdadera invitación. Y la invitación se convirtió en celebración, en fiesta, en banquete. Todo estaba preparado para la celebración y los comensales fueron entrando en el local y el banquete comenzó a desarrollarse de acuerdo con el guión. Y sucedió lo que no debió haber sucedido: que las sensatas gozaron de una experiencia festiva y agradable y las necias se quedaron a la puerta, gritando sin que nadie las oyera. Se oyeron ruidos, pero los invitados pensaron que eran ruidos ajenos de la calle. Las puertas se habían cerrado y ellas quedaron afuera.

“Velad, pues, porque no sabéis ni el día ni la hora”

La invitación tenía una sorpresa: no se precisó la hora del banquete. ¿Se les había olvidado? No. Se quería con ello que la celebración no durase unos minutos, sino mucho tiempo, el tiempo que duraba la amistad con los novios, una amistad que no terminaría nunca, aunque empezaba una nueva fase, la de unos novios que ofrecían su nueva casa con las puertas abiertas siempre a las amigas.

Para la semana: No sabemos el día ni la hora. Pero día y hora vendrán. Ya tenemos la invitación. Sorpresa.