Isaías 42, 1-4.6-7 | Hechos 10, 34-38 | Lucas 3, 15-16. 21-22
Tenemos muy reciente el tiempo de Navidad y ahora se nos presenta el Bautismo de Jesús. Nos parece lo más lógico. Seguramente pensamos: “lo mismo que hacemos nosotros. Muy poquito tiempo de nacido celebramos el bautismo del hijo o la hija”. Pero las cosas no parece que fueran así. El bautismo de Jesús estaba aún lejano. Según el evangelista Lucas, Jesús tenía unos treinta años cuando fue bautizado (Lc 3, 23).
“Yo os bautizo con agua”.
Esto es lo que decía Juan el Bautista a quienes le seguían. Juan el Bautista no era un hombre cualquiera. Él llamaba a todos fuertemente a una conversión amplia y sincera. No era poco, desde luego. Y basta leer el mismo evangelio y escuchar las palabras de Juan para ver la seriedad de ese rito (aunque, como sucede siempre, habría quien lo recibiría con seriedad, mientras otros lo harían ligeramente).
Le seguían muchos discípulos y las multitudes llegaban a preguntarse si no sería él el Mesías que esperaban. Él lo descartaba rotundamente. Detrás -temporalmente- había otro mucho mejor: “no soy digno de desatarle la correa de sus sandalias… Él os bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego” (Lc 3, 16).
Jesús bautizado
Hay cierta repugnancia a ver a Jesús bautizado por Juan. Sería ponerse delante de Jesús. No obstante, el evangelio parece decir claramente: “cuando todo el pueblo estaba bautizándose, bautizado también Jesús…” (Lc 3, 21).
Durante el bautismo, Jesús estaba “en oración” (Lc 3,21) y en ese momento: “se abrió el cielo y bajó sobre él el Espíritu Santo en forma corporal; y vino una voz del cielo: “Tú eres mi hijo amado, en ti me complazco”, que puede traducirse así: “Se le desveló su cometido de enviado de Dios”. Y un poco aturdido, se retiró al desierto, donde fue tentado y vencedor. El Padre llama y no abandona.
Para la semana: Bautizados como Jesús y abiertos a los designios del Padre sobre cada uno. Él nos da la palabra y la mano.