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 La devoción carmelitana a María nace en la intimidad litúrgico-espiritual del ermitaño carmelita, y esa devoción íntima a María queda patente en los títulos que los carmelitas, desde sus lejanos orígenes, allá a comienzos del siglo XII, han ido dando a María.

Aquellos ermitaños de la montaña del Carmelo en Tierra Santa dedicaron a Santa María su iglesia, la que presidía el eremitorio, donde se reunían diariamente para la alabanza y la celebración de la liturgia. Y esta costumbre de dedicar sus iglesias a Nuestra Señora persistió a lo largo de los siglos en la Orden del Carmen, y de ahí, del Monte Carmelo, viene el nombre de Virgen del Carmen. Ellos tuvieron la conciencia de que esa nueva familia religiosa que comenzaba en el siglo XII había nacido para alabanza y gloria de la Santísima Virgen.

Aquellos primeros carmelitas sintieron que el Carmelo era una propiedad de María y ellos se tenían, en el sentido medieval de vasallaje, como propiedad personal de María, a la que debían servicio, imitación y por la que se sentían defendidos y amparados. De ese sentir a María como patrona van a tomar su título, ya que era costumbre medieval tomar el nombre de la persona bajo cuyo patronato uno se encontraba o vivía, de ahí que aquellos ermitaños comenzasen a llamarse los hermanos de la bienaventurada Virgen María.

Esa vida al servicio de la Virgen exigía al carmelita tratar de imitarla en todas sus virtudes, y es que buscar la conformidad con su vida era la mejor forma de honrarla y glorificarla. Bostio, autor carmelitano del siglo XV, decía que los verdaderos hijos o hermanos de los santos no son aquellos que están unidos con lazos de sangre, sino aquellos que imitan sus obras. Verdad es que nadie la igualó ni igualará, pero a pesar de ello debemos caminar sobre sus huellas.

Otra forma de expresar la devoción mariana que tuvieron los carmelitas de los primeros siglos fue la de llamar a María Hermana. Eran conscientes que esa denominación de María como Madre, Señora, Hermana, no tendría ningún sentido si no fuera acompañada de una vida a imitación de María.

No sólo era la señora del lugar, la Hermana o la Madre, era también para ellos la oyente de la palabra, la que la medita en su corazón, la que la pone en práctica con sus obras.  Por ello los primeros carmelitas, como confesaba su Regla, se dedicaban día y noche a meditar en la Ley del Señor. Y la meditación en la Ley del Señor los llevaba a poner en práctica lo que en ella encontraban, forjándose en las virtudes teologales, viviendo en plena confianza en Dios, en su amor providente, en la esperanza de saberse peregrino en tierra extraña al encuentro personal con Dios, en el amor, el amor concreto con los demás hermanos, compartiendo sus bienes, las cosas, teniéndolo todo en común. Mientras vivieron en tierra Santa esa consagración al Señor se traducía en un compromiso serio con aquella tierra en la que vivió el mismo Cristo, atendiendo, acogiendo y ejerciendo la hospitalidad con los peregrinos que en camino hacía Jerusalén pasaban por el monte Carmelo, que era la puerta de entrada a Tierra Santa. Todavía a finales del siglo XIX el peregrino español, natural de Teruel, Octavio Velasco del Real, que hizo la peregrinación de Roma a Jerusalén y gozó de la hospitalidad de los frailes del Monte Carmelo, recordaba que hoy ya no viven profetas en el Carmelo, pero en cambio el viajero se encuentra con una respetable e ilustre comunidad modelo de hospitalidad y buenas formas.

Luis Javier Frontela