Malaquías 3, 1-4 | Hebreos 2, 14-18 | Lucas 2, 22-40
Un antiguo adagio decía: “Hasta la purificación, pascuas son”. Quería decir: la Navidad se extiende hasta la purificación, que se celebraba el día dos de febrero. Y la liturgia titulaba este día: La purificación de la Virgen María. Esta fiesta tenía, pues, un carácter netamente mariano. Las ancianas/os recordamos a las mujeres –quizá nuestras madres-, con la vela en la mano, presentando a sus hijos en la casa del Señor.
La reforma de la liturgia después del Concilio Vaticano II cambió el título de este día. Y lo titula: Presentación del Señor. El centro, pues, de esta celebración litúrgica pasa de tener un carácter mariano a tener un carácter Cristocéntrico (el centro es Jesucristo). ¿Madre e Hijo en la pelea? No: María y Jesús. Jesús y María nunca se pelearon. Curiosamente los textos de la liturgia de la palabra no han cambiado con la reforma litúrgica. Permanecen como estaban con anterioridad al Concilio (y a nuestro tiempo). Y lo mismo las oraciones. Y es que hay unos puntos en esta festividad que serán permanentes en nuestra liturgia y en nuestra vida. Por ejemplo:
Un matrimonio ejemplar
El tiempo de Jesús también se regía por unas leyes, que eran expresión de la voluntad de Dios. Y una de estas leyes decía: “Todo varón primogénito será consagrado al Señor”. Y allá fueron, a la casa de Dios, José y María (no sólo María, sino también José), a presentarlo –entregarlo- a Dios. Era un gesto. El niño era “rescatado” para que volviera a la casa de sus padres. Éstos dejaban en el templo –repito: la casa de Dios- un don. No todos dejaban lo mismo. También entonces había ricos y pobres. José y María eran pobres. Y allí dejaron lo que dejaban los pobres: “un par de tórtolas o dos pichones”.
La presentación del Señor
“Cuando se cumplieron los días de la purificación de ellos [de José y María], según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor”. Y allí llevaron a Jesús, como llevaban a todos los niños judíos recién nacidos. Jesús, “tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos”. Desde el principio, “siendo Jesús de condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos” (Filipenses 2, 6).
El Espíritu santo
Seguramente nos despista oír Espíritu Santo. No hay que alarmarse. También entre los primeros cristianos había quienes contestaron a los mismos apóstoles: “Nosotros no sabemos qué es eso del Espíritu Santo”. Pero el Espíritu Santo está donde actúa, y actúa como el aire, que la inmensa cantidad de veces está actuando sin que nadie se dé cuenta. No actúa sólo en Jesús. Ni sólo en María. Actúa también en quienes, incluso sin ser conscientes, sienten mociones sencillas y llamativas a la vez. Y viene lo mismo sobre hombres que sobre mujeres, hombres eran los profetas y Ana, mujer, era “profetisa”. En el templo estaba un hombre llamado Simeón y una mujer llamada Ana (la primera profetisa).
Lo antiguo y lo nuevo
Jesús es la plenitud de las profecías. De él hablaron los profetas. Y de él hablaron las profetisas. De él habló Simeón y de él habló Ana. ¡Y qué lenguaje tan bello y significativo! Fue como decirle: “Te estábamos esperando durante tanto tiempo (anciano Simeón y anciana Ana) y ya has llegado. Bienvenido seas. Ya podemos morirnos en paz. Todos”.
Para la semana: los padres pueden presentar sus hijos al Señor. Sería un gesto sencillo y significativo: “Es para Ti, Señor. Es tuyo, aunque me lo llevo”.