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Jeremías 31, 31-34 | Hebreos 5, 7-9 | Juan 12, 20-33

Jesús estaba al final de su vida. Y se había hecho famoso. Queriéndolo o sin quererlo, una gran cantidad de sus contemporáneos le conocía. Al menos habían oído hablar de él. Su nombre y sus acciones habían traspasado el pueblo de Israel. Como sucede incluso en nuestro tiempo con determinadas personas en todos los ámbitos (científicos, políticos, deportistas…). Hay nombres regados por todo el pueblo. Sucedía lo mismo con Jesús. Unos griegos vinieron a Jerusalén y, curiosos, preguntaron por Jesús: “queremos ver a Jesús”. ¿No había otra cosa que ver en Jerusalén? Sí. Había muchas cosas que ver. Una de ellas era la persona de Jesús (que subía a Jerusalén en estas fiestas religiosas).

Una curiosidad

La curiosidad es el principio del conocer. Al menos, de muchos conocimientos. Es la puerta, o al menos una puerta, por donde entramos a encontrarnos con la verdad, con la verdad con frecuencia difícil, pero verdad. A veces la curiosidad dispersa a las personas y otras veces las destruyen. Podemos verlo todos los días: ante tantas ofertas deslumbrantes, se nos van los ojos y nos dominan. A veces…, no siempre. Son muchas las personas que ante las novedades saben no pierden los papeles.

Curiosos de ver a Jesús

También las personas son objeto de curiosidad. No todas, desde luego. Pero sí muchas: nombres famosos por diversas razones. Jesús era una de esas personas que llamaban la atención y de quien se hablaba en diferentes círculos. Se imponía su personalidad. El mismo evangelista san Juan narra cómo respondieron los guardias del Templo de Jerusalén a las autoridades religiosas que pretendían apresarlo: “Nadie ha hablado jamás como este hombre” (Jn 7,46). ¡Y nada digamos cuando Jesús hacía algún milagro! Por todo ello, quizá quienes estaban más lejos, como los griegos, querían ver a ese Jesús.

Jesús, grano de trigo

Y Jesús, con mucha frecuencia, casi siempre, hablaba a quien se le acercaba. Y no de fraudaba. Lo suyo era catequizar a los/las oyentes. Es lo que hizo en esta ocasión. Y a aquellas personas, agricultores la mayor parte, les dijo: “si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto”. De esto sabían mucho los agricultores que le escuchaban. También los griegos, pueblo más filósofo que agricultor. Y quizá algunos, o muchos, se quedaron decepcionados. Pero Jesús, que no buscaba el aplauso, sino la verdad, siguió hablando. Y se presentó como grano de trigo que cae en la tierra, muere y da mucho fruto. No sé si todos lo entendieron. Jesús era el crucificado (“elevado” en la cruz), enterrado y resucitado.

¿Decepciona Jesús?

 No sabemos la impresión que se llevaron aquellos griegos que, curiosos (y seguramente también devotos) peguntaban por Jesús. ¿Quedaron decepcionados con las palabras de Jesús? Seguramente no. Probablemente comentaron que Jesús “filosofaba” de manera distinta a como lo hacían sus maestros en Grecia. Pero captaron la hondura sencilla como hoy la entienden nuestros sencillos cantores de la fe cristiana: “Hay que morir para vivir”. Ver a Jesús es, en realidad, fácil. Él se hace encontradizo.

Para la semana: En esta semana, ya cercana la Semana Santa, meditemos en el grano de trigo. A ver si salimos hermosas espigas.