Isaías 50, 5-9ª | Santiago 2, 14-18 | Marcos 8,27-35
“Salió Jesús con sus discípulos”
Jesús hablaba con frecuencia a las multitudes, fueran quienes fueran, sin hacer acepción de personas. Y las multitudes le seguían. Pero tenía una predilección especial por el grupo de sus íntimos, con quienes convivía y contaba para un futuro que aún no sospechaban. Jesús preveía que su vida se acabaría bastante pronto. Y le interesaba que algunos en particular le siguieran más de cerca. Y ya les hacía partícipes iniciales de su mismo futuro. Hasta ahora, no parece que Jesús hablase tan claro a sus seguidores.
¿Quién dice la gente que soy yo?
Y ya desde entonces, desde los comienzos, la “gente”, las multitudes, lo que llamamos pueblo de Dios era objeto de una atención importante. Se compadecía de ellas porque “andaban como ovejas sin pastor”. Jesús las conocía y con frecuencia se valía de los más cercanos para conocer mejor qué pensaban de él los más lejanos: necesitados, curiosos, enemigos, detractores… Y un buen día, “de camino”, como para amenizar la caminata, Jesús les hace la pregunta (quizá una vez más): “quién dice la gente que soy yo”. ¿Estaba Jesús intrigado? No lo creo. Pero su pregunta tenía miga.
La respuesta de los discípulos
Y a los discípulos les faltó tiempo para responder a Jesús: “Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que uno de los profetas”. La respuesta no fue larga, ni compleja. Ni discutida. El pueblo de Israel conocía la historia de su pueblo. Aunque seguramente no la conocían bien. Y la respuesta fue breve. Los discípulos no contestaron a Jesús recordándole lo que sin duda era comentario entre la “gente”. La gente le había oído y visto decir y hacer muchas cosas. Los discípulos se limitaron a recordarle algo que en el pueblo de Israel era de verdadera importancia: los profetas. Entre la gente, seguramente no había personajes tan grandes como los profetas. Y por ahí respondieron: “Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que uno de los profetas”. Equiparar a Jesús como uno de los grandes profetas era algo muy alto, muy importante en el pueblo de Israel.
Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?
Seguramente los discípulos tenían en la boca la respuesta: habrían seleccionado uno de los profetas (cada uno su profeta preferido) y se lo habrían soltado orgullosos a Jesús. Pedro les cortó la posibilidad de responder. Como siempre, se les adelantó y les soltó lo que seguramente no todos pensaban: “Tú eres el Cristo”. ¿Cómo se quedaron los otros apóstoles? No lo sabemos. En este momento, Jesús les cortó y les pidió silencio
Y Jesús se confesó
¿Quién dice la gente, quién decís vosotros… Y quién digo yo?
Y de esto último les habló. Y en cuanto Jesús les habló abiertamente lo que iba a ser su vida: sufrimientos, reprobación, muerte y resurrección, se les cambiaron las tornas. Sobre todo a Pedro. Esto no le sonaba a Pedro. Ni siquiera cuando Jesús mentó la resurrección. Y de nuevo se atrevió a reprender a Jesús. Y ahora era Jesús quien reprendía a Pedro con dureza. No dudó en llamarle Satanás. ¡No quería yo haber visto la cara que se le quedó al bueno de Pedro!
Para la semana: ¿Quién dice nuestra gente que es Jesús? Y vosotros, ¿quién decís que es? Y tú, ¿quién dices que es?