Una de las realidades que todo cristiano lleva en sus genes desde el bautismo es su condición de misionero. Fuimos ungidos por el Espíritu Santo, desde entonces estamos consagrados, llamados a participar en la misión de Jesucristo, a «desprender el buen olor de Cristo». Nuestra iglesia es esencialmente misionera. En este nuevo curso pastoral, comenzando el mes misionero, nos ponemos a disposición del Señor preguntándole, qué podemos hacer en favor de sus planes, igual que hicieron Teresa de Lisieux y Francisco Javier, que fueron gene-rosos y descubrieron su vocación en la Iglesia. Teresita, desde la confianza radical en el Señor y su amor a la iglesia hecha oración. Sigamos las huellas de estos gran-des maestros poniéndonos al servicio del Señor. La parroquia ya se está poniendo en marcha y te ofrece algunas posibilidades para crecer como misionero. Teresita nos deja una experiencia de misionera en medio de la iglesia, la pequeña iglesia doméstica de su convento y de su pueblo. Allí hizo su gran descubrimiento: «Ahora comprendo que la caridad perfecta consiste en soportar los defectos de los demás, en no extrañarse de sus debilidades, en edificar-se de los más pequeños actos de virtud que les veamos practicar. Pero, sobre todo, comprendí que la caridad no debe quedarse encerrada en el fondo del corazón. Nadie, dijo Jesús, enciende una lámpara en el candelero para meterla debajo del celemín, sino para ponerla sobre el candelero y que alumbre a todos los de la casa» C 12r). Teresa fue misionera desde el amor diario a las personas que convivían con ella en su comunidad cristiana.
Ángel Fernández Mellado