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Levítico 13, 1-2.44-46 | 1 Corintios 10, 31-11.1 | Marcos 1, 40-45

La semana pasada encontramos a Jesús sanando a la suegra de san Pedro. La cercanía a los enfermos le atraía a Jesús. Por eso, también los enfermos acudían a Él. Y Jesús no los echaba de sí. Al contrario, los curaba.

El evangelio de hoy nos presenta otro cuadro de enfermos, de los “peores” enfermos, los leprosos, excluidos del pueblo. Y Jesús, que también era pueblo, curó a ese leproso. La lepra ha sido siempre una enfermedad excluyente. Además de ser una realidad, se ha convertido con frecuencia en símbolo de las enfermedades más excluyentes. Jesús, no obstante, se acercó al leproso, le tocó y le curó.

¿Cosa de otros tiempos?

La lepra era frecuente en tiempos de Jesús. En nuestro tiempo no lo es tanto. Y en muchos lugares, no es enfermedad conocida. No obstante, continúa habiendo lepra en el mundo. Todavía en el 2009 la Iglesia canonizó al P. Damián (3/1/1840-15/4/1889), religioso misionero de los Sagrados Corazones, conocido popularmente como el apóstol de Molokai. La película Molokai se hizo muy popular. Y la entrega generosa del P. Damián a los leprosos de Molokai, más todavía. Casi en nuestros días presencié cómo se curaba leprosos en una Misión africana. Una experiencia que, afortunadamente, no se olvida.

Molokai es nuestra pandemia

La expresión quizá no sea correcta. Pero puede ser significativa.

Las enfermedades tienen su geografía. Hay muy diversas formas de enfermedad. Todas ellas tienen un núcleo particular y común al mismo tiempo: afectan a la vitalidad humana en más o menos. Quizá mueran más hoy del virus, que ayer de lepra. La letanía diaria de contagiados y muertos estremece a quien se acerca a ella. Jesús no fue indiferente ante el leproso de Palestina. Los seguidores de Jesús no lo han sido en Molokai, en Nyakariba (El Zaire), por ejemplo. Y en multitud de lugares todavía.

Nos acercamos a los enfermos cuando no los excluimos de la sociedad y, mejor, cuando nos acercamos a ellos, directa o indirectamente, con las mejores medicinas a nuestro alcance: hospitales, medicinas, sanitarios (en sus múltiples expresiones), directrices… Y un cristiano añadirá todos los días una oración.

“No se lo digas a nadie”

De entrada, estas palabras de Jesús parecen extrañas: “No se lo digas a nadie”. Sin embargo, esas palabras eran muy acertadas. Jesús no buscaba la propaganda, no quería ser el centro de una comunidad, del pueblo. Le importaba el enfermo, que había sido marginado y excluido. Este era el centro. Y ahora venía sano. ¿Qué otra cosa podría compararse con esto? Familiares, amigos, conciudadanos podían y debían sonreír. Y podían y debían celebrarlo.

“Divulgar la noticia”

El leproso “desobedeció” a Jesús. Él no podía estar callado ante lo que Jesús había hecho con él. Eso no podía prohibírselo ni… Jesús. Espontáneamente, “se puso a pregonar con entusiasmo y a divulgar la noticia”. Lógico: “Es de bien nacidos ser agradecidos”. Aquel leproso lo era. Como lo son muchos también en nuestros días, dando gracias y testimonio a favor de las entidades y personas que entregan su vida y sus haberes por los marginados y contagiados.

Para la semana: ¿Qué puedo hacer para aliviar la dureza de estos largos días de pandemia? Algo sí que se puede.