Jer 38, 4-6.8-10 | Hbr 12, 1-4 | Lc 12, 49-53
En la liturgia de este domingo encontramos la palabra “fuego”, una palabra que oímos muchos días por incendios trágicos y que lamentamos de corazón. No es este fuego del que habla hoy la liturgia y ciertamente, no porque los cristianos seamos insensibles a la capacidad de destrucción que tiene el fuego. San Lucas pone en boca de Juan el Bautista estas palabras referidas a Jesús: “Viene el que puede más que yo [Jesús]. Él os bautizará con el Espíritu Santo y fuego” (Lc 3,16). Hemos sido, pues, bautizados en (con) fuego. Es negativo que olvidemos esta palabra en nuestro bautismo. El evangelio de hoy recuerda estas palabras del mismo Jesús: “He venido a traer un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!”. Los cristianos no somos pirómanos. Sencillamente, vemos que el fuego es un buen símbolo para destruir lo malo y construir y mejorar lo bueno.
Fuego purificador
El fuego purifica. Nos suena más decir: “el fuego destruye”. Por eso tememos al fuego. Sin embargo, el fuego tiene una dimensión purificadora: acaba con lo que nos estorba, con lo viejo, con lo que ya no queremos tener, con el deseche, etc. Nos libera de lo que nos estorba o ya no necesitamos. Y lo viejo no debe entenderse ni solo ni principalmente con realidades materiales (un vestido, por ejemplo). Viejas son también las ideas que carecen de vida, que no tienen futuro, que están acabadas.
Jesús se encontró con un tipo de vida que teniendo muchas cosas excelentes, tenía también ideas, costumbres, “mandamientos”, etc. que impedían una vida mejor.
Fuego constructor
La destrucción de las cosas no es un fin en sí mismo. La destrucción es un parte necesaria, quizá la primera (¡que no quiere decir necesariamente la principal!). Pero no se queda ahí. La destrucción de algo negativo (material o espiritual) es también ocasión e invitación a levantar un edificio mejor, un proyecto actualizado y mejor, un cambio, un paso de lo anticuado a lo actualizado gracias a los adelantos que traen siempre los tiempos.
Ser fuego
Necesitamos ser fuego que destruya y construya. Jesús ansiaba ese fuego: “¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!”. En todo tiempo surgen personas dispuestas a prender fuego a lo imperfecto, a lo negativo, etc. La figura del profeta Jeremías, de la primera lectura, es un ejemplo fuerte. Dios le había llamado a ser profeta (a hablar en su nombre). Jeremías conocía la vida de los profetas: todos tenían una vida difícil y terminaban mal. Terminaban como terminaría Jesús, el gran profeta: con desprecio y muerte. Y se echaban atrás. Pero Dios tenía un proyecto claro: “He puesto mis palabras en tu boca. Mira hoy mismo te doy poder sobre naciones y reinos, para arrancar y arrasar, la destruir y demoler, para construir y plantar” (Jer 1,10). Podría haber dicho: para ser fuego sobre la tierra. Es lo mismo.
Sin miedo
Los profetas tenían miedo (como lo tuvo Jesús). Sabían a lo que se exponían. Y por eso tendían a echarse para atrás… Y le decían a Dios: “si soy un niño, si soy tartamudo, etc. ¿cómo voy a hablar…?”. Eran escapatorias. Y Dios les cortaba: “No les tengas miedo… No digas que eres un niño. Irás a todos los sitios a los que yo te envíe”. Dios nos valora. Valemos más de lo que creemos. Pero… “no queremos jaleos. Preferimos estar tranquilos y que nadie nos moleste”. En realidad… somos fuego “apagado”. Y es preciso avivarlo.
Para la semana: Hemos sido bautizados con “fuego”. ¿Tenemos activo ese fuego que lucha contra el mal y edifica una vida evangélica? ¿O dejamos que las “ruinas” sigan en nuestra vida personal, familiar, parroquial, comunitaria y cada vez sean más ceniza?