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2 Reyes 5, 1417 | 2 Timoteo 2, 8-13 | Lucas 17, 11-19

Las páginas del evangelio de este domingo son tituladas, por buenos conocedores de la biblia, así: “El leproso agradecido”. Es bueno fiarse de los conocedores de la palabra de Dios. Es garantía de objetividad y libra de subjetividades demasiado humanas.

En un mundo de leprosos

Probablemente  cada tiempo y lugar tiene sus grandezas y sus deficiencias. En el tiempo de Jesús abundaban los leprosos. Aparecen con frecuencia en el evangelio. Eran mal mirados. Y se huía de ellos. Hoy diríamos que eran unos apestados. La lepra era una enfermedad incurable en aquellos tiempos. Y se tenía frecuentemente como un castigo de Dios.

También los leprosos pedían compasión

Y la pedían a quien les parecía que podían curarlos. Lo pedían a gritos. Les tenían prohibido acercarse a la gente sana. Pero siempre se encuentra una escapatoria en momentos de desesperación. La naturaleza encuentra casi siempre una salida.

Jesús no hacía acepciones

Entre los diez leprosos de los que habla esta página del Evangelio, nueve eran judíos y uno samaritano. Jesús no hizo acepción entre unos y otro. No todos se habrían comportado así.  Jesús tuvo que corregir a veces a sus discípulos las acepciones que hacían entre unas personas y otras. El apóstol Juan (¡nada menos que Juan!) se atrevió en una ocasión a decirle a Jesús: “Maestro, hemos visto a uno que echaba demonios en tu nombre, y se lo hemos querido impedir, porque no es de los nuestros” (Marcos 9, 38). La respuesta de Jesús fue rápida: “No se lo prohibáis, porque nadie puede hacer milagros en mi nombre y al mismo tiempo hablar mal de mí” (Marcos 9, 39).

Si te he visto, no me acuerdo

Nueve de aquellos diez leprosos curados solo se alegraron de haberse curado. No era poco, ciertamente. Quizá la alegría, también más que comprensible, les impidió dar un paso a todas luces elemental: dar las gracias a quien les había curado, que era Jesús, a quien ellos habían acudido a gritos. Pero no fueron a dar las gracias.

Siempre hay un agradecido

Jesús se sorprendió de que sus curados, que le habían llamado a gritos, tan pronto hubieran desaparecido. Solo se presentó uno a darle las gracias (a alabar a Dios). Uno solo, y él, samaritano, extranjero. Jesús se lo agradeció y colmó su curación con una despedida digna de Él: “Levántate y vete. Tu fe te ha salvado”.

¿Dónde están los otros nueve?

Pues… no lo sabemos. Quizá los nueve desagradecidos están entre la multitud de los que también somos desagradecidos.

Para la semana: “Es de bien nacidos ser agradecidos”. Sería oportuno hacer un examen de conciencia de vez en cuando sobre el agradecimiento a Dios y a los hombres.