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Santo Domingo cuya fiesta celebramos el día 8 de agosto, era una persona de un gran temple de espíritu, todos veían en él un hombre de Dios. Mantenía habitualmente un estado de ánimo sereno, equilibrado entre la alegría y la tristeza, muy inclinado a los sentimientos de compasión o de misericordia, con un corazón alegre, siempre gozoso y afable.

Se mostraba, de palabra y de obra, como hombre evangélico. De día, con sus hermanos y compañeros, muy comunicativo y alegre. De noche, constante en vigilias y oraciones. Raramente hablaba, a no ser con Dios, en la oración, o de Dios, y esto mismo aconsejaba a sus hermanos.

Con frecuencia, pedía a Dios una cosa: que le concediera una auténtica caridad, que le hiciera preocuparse de un modo efectivo en la salvación de los hombres, consciente de que la primera condición para ser verdaderamente miembro de Cristo era darse totalmente y con todas sus ganas a los demás, siguiendo al Se-ñor Jesús, que entregó su vida para la salvación de todos. Con este fin, instituyó la Orden de Pre-dicadores, Padres Dominicos.

Con frecuencia, animaba a los hermanos de la Orden a que estudiaran constantemente el Nuevo y el Antiguo Testamento. En un cartel que hay en la parroquia figura este mensaje de Santo Domingo: «Anunciaremos el Evangelio de la vida. Continuaremos dando razón de nuestra esperanza a cada una de las personas que el Señor colocará en nuestros caminos».

Le ofrecemos los proyectos y trabajos de nuestra parroquia, para que, junto a nuestra Madre la Virgen del Carmen, nos cuiden y nos acompañen.