En este momento estás viendo Jesús, “Cordero de Dios”

Isaías 49, 3. 5-6 | 1 Corintios, 1,1-3 | Juan 1, 29-34

Hemos pasado la Navidad, el recuerdo activo de la venida de Jesús al mundo, a la humanidad. La liturgia trata de irnos presentando quién fue en verdad ese Jesús que nació en un pobre portal. Y lo hace de muchas maneras: poniéndole nombre, recordando sus palabras, gestos, etc. Y uno de los nombres descriptivos de quién era Jesús fue el de “cordero”, nombre que nos recuerda hoy la liturgia de la eucaristía.

“He aquí el cordero”
“Cordero”, aplicado a Jesús no es nombre que nos hayamos inventado nosotros en nuestro tiempo. Incluso es posible que a veces nos parezca casi despectivo llamar a Jesús “cordero”. No debe ser así. No debemos avergonzarnos de llamar cordero a Jesús. ¡Hay nombres más “raros” que “cordero”!. Y en una cultura agrícola, como la de Jesús, menos aún. Es el evangelista Juan quien prodigó este nombre, Juan, pariente de Jesús. Y fue un nombre que Juan repitió con mucha frecuencia en sus escritos. ¡Por algo sería! A pesar del carácter de misterio que Jesús fue siempre para Juan (¡incluso al final de sus días, estando en la cárcel, enviaba a sus discípulos a preguntar a Jesús si era él el Mesías!). Quizá en nuestra cultura podríamos dar con otro nombre que expresase quién era Jesús. A lo mejor lo encontrábamos; pero también a lo mejor no encontrábamos uno más elegante que el de “cordero”.

“El pecado del mundo”
“El que esté sin pecado…”. El escenario de estas palabras fue el de una “pecadora”, una adúltera. Había sido acusada de pecadora y se pedía para ella apedrearla. Y no era un juego. Los acusadores no estaban jugando. Estaban regocijándose con el espectáculo que habían montado y pensando en la trampa en que creían haber cogido a Jesús. Y pedían al “cordero” que actuase. ¡Y vaya si actuó! Actuó avergonzando a quienes se habían olvidado de que también ellos eran pecadores. Nadie le tiró una piedra. Les dio demasiada vergüenza. Todos se fueron retirando con la cabeza baja. ¡Todos somos pecadores! ¡La humanidad entera es pecadora!

“Tampoco yo te condeno”
Jesús sabía que todos somos pecadores. No dijo que la adúltera no era pecadora, no dijo que era inocente. Pero Jesús no sólo no se sumó al coro hambriento de locura, sino que se rebeló contra los acusadores, contra su hipocresía e ignorancia culpable. Reconocer que somos pecadores (recordemos: “Yo pecador…”) es acercarse a quien quita el pecado. Reconocer que Jesús está por encima del pecado con la sencillez, alegría y sufrimiento del “cordero” es la mejor lección de paz.

Nuestra liturgia
En la celebración de la eucaristía repetimos estas palabras: “Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo”. Y lo repetimos tres veces, con una repetición que debe prolongar en quienes corremos el peligro de pasar con demasiada prisa por las palabras. Y a continuación, cuando vamos a comulgar, el sacerdote nos recuerda un día sí y otro también: “Este es el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. Y añade: “dichosos los invitados a cenar, al banquete…”. ¡Una gran comida, un excelente banquete! No por la cantidad, sino por la calidad. Así no moriremos de hambre. Viviremos. Él es “cordero y pastor”, como cantó el gran santo Tomás de Aquino.

Para la semana: Caminemos con la sencillez y alegría del Cordero que quita el pecado del mundo