La Eucaristía es el alimento que se nos da tanto en la Palabra como en la Comunión: «El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y Yo en él».
El momento central de la Comunión va precedido de las palabras del sacerdote: «Este el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo», es como una invitación que nos llama a experimentar la unión con Cristo, fuente de alegría y santidad.
Jesús perdona siempre, Jesús no se cansa de perdonar. Somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón. Necesitamos medicina para sanar. Por eso, con fe dirigimos la mirada al Cordero de Dios que quita los pecados del mundo y le decimos: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme».
Cuando el sacerdote te ofrece la Comunión y te dice: «El Cuerpo de Cristo», tu le respondes: «Amén», que significa: quiero, estoy de acuerdo. Con la Comu-nión nos volvemos cuerpo de Cristo, nos unimos a Él, y nos abrimos y nos unimos a todos aquellos que son uno en Él. Esta es la maravilla de la Comunión.
De ahí la importancia de comulgar bien:
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- Acercándonos a recibir la comunión en procesión, con devoción, evitando los saludos espontáneos o cualquier otro gesto que nos distraiga de lo que vamos hacer.
- Comulgando de pie o de rodillas.
- Recibiendo el Sacramento en la boca o en la mano, según se desee, siempre delante del sacerdote.
- Volviendo a nuestro lugar para tener un momento de recogimiento, acogiendo el regalo de Dios en tu cora-zón de forma silenciosa y en oración.
Ángel F. Mellado