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Semana santa y Semana de Pascua de resurrección forman un complejo insuperable para el cristiano. Ahí encontramos el centro de nuestro sentido cristiano. Lo encontraron los apóstoles y los primeros cristianos, hombres y mujeres. Quizá sobre todo las mujeres.

Las mujeres. Las que más dieron la cara.

En los días aciagos de la Pasión, los Apóstoles desaparecieron como pudieron. A lo sumo se encerraron en casa. No dieron la cara. Sí la dieron las mujeres, que estuvieron muy cerca de Jesús y de María. Los acompañaron por el camino que subía al Gólgota, oyeron todos los improperios, se le acercaron por el camino y allí estuvieron junto a la cruz llorando. Y allí oyeron las últimas palabras de Jesús, todo un programa de vida insospechada: “no lloréis por mí…”. No eran palabras para olvidar, sino para despertarse con frecuencia, y hasta para soñar. Un mundo nuevo se les abrió.

La mujer privilegiada.

La resurrección de Jesús fue un misterio mayor que su pasión. La muerte no ha sido nunca un misterio, sino una tragedia cotidiana. La gente se había ya dispersado. Y Jesús solo importaba a unas cuantas mujeres.

A una de aquellas mujeres, a María Magdalena, que había estado junto a la cruz en que crucificaron a Jesús, junto con María (la madre de Jesús) y alguna otra, se le ocurrió el día siguiente visitar el sepulcro. Esa noche no habían dormido. Y María Magdalena, “muy de mañana, antes incluso del amanecer se fue al sepulcro”. Le debía tanto a Jesús, que no podía olvidarlo como a cualquier otra persona. Una vez más la bondad y el amor se echó a la calle, esa calle que antes había pisado para otras “tareas”.

Se acercaba al sepulcro, que de lejos parecía profanado. Y comenzó el trajín de ese día: comunicación a Pedro y a Juan, que siguieron los pasos de María Magdalena: “¡Se han llevado a mi Señor…!”. Ellos corrían más. A ella la podía el llanto.

La mujer embajadora

María Magdalena trajinaba, cuando oyó estas palabras: “Mujer, ¿por qué lloras?”. Ella no tenía más que una contestación: “Se han llevado a mi Señor y no sé dónde le han puesto”. María quería encontrarlo a toda costa. Jesús “jugaba” un poco al escondite. En ese trajín “alguien” la llamó por su nombre y acento: “¡María!”. Y ella se volvió. Conocía ese acento. Era Él. Y exclamó: “¡Rabonní!”, “Maestro”. María quiso retenerle. Pero Jesús tenía prisa en hacerla embajadora: “Anda, ve y diles a mis hermanos…”. Y ella cumplió con ese hermoso ministerio. Todo había sido rápido, confuso y sencillo a la vez.

Para la semana: “Si habéis resucitado con Cristo, orientad vuestra vida hacia donde está Él”. Vivid con dignidad.