Fue un hombre de infinito amor y compasión hacia los otros; capaz de sentir y de vibrar hasta el extre-mo a la vista de los sufrimientos y alegrías del prójimo.
Fue un gran contemplativo, muy atraído por la oración en todas sus formas.
Fue un religioso de espíritu misionero, fascinado por el deseo de consagrar su vida a la evangelización de los pueblos paganos y no civilizados del norte de Europa.
Fue un valiente predicador, deseoso de iluminar y convertir a los herejes valdenses, albigenses, cátaros, que encontró en su viaje misionero por el Mediodía de Francia.
Fue un convencido operario y servidor de la Palabra, unido al testimonio de vida evangélica; la predicación de la verdad era su vocación y su tarea, que él cumplía infatigablemente y en medio de todos los sacrificios.
Fue un sacerdote y un religioso profundamente marcado por la certeza de que no podía disputar con los herejes y llamarlos a la luz de la verdad, si no era profundizando él mismo esa verdad a través del estudio serio y responsable de la «sacra doctrina», que es la teología, como lo enseñaba la Iglesia.
Fue un enamorado de la vida apostólica, entendida como el vivir según el modelo de los doce apóstoles de la escuela de Jesús. La vida apostólica consiste en vivir en la intimidad con Jesús, sin huir de la predicación evangélica y consagrarse a ella, sin abandonar el «unicum necessarium», de la intimidad con Jesús.
Y, finalmente, Domingo fue un hombre profundamente arraigado y enraizado en la Iglesia; en concreto fue un hombre fuertemente en comunión con la jerarquía de su Iglesia.
Cardenal Lucas Moreira Neves O.P.